La Administración Pública del siglo XXI

Eduard Rodellar

El Global

Este mes de octubre entrarán en vigor la Ley 39/2015, reguladora del procedimiento administrativo común de las Administraciones Públicas (LPAC) y la Ley 40/2015, reguladora del Régimen Jurídico del Sector Público (LRJSP). Dichas leyes derogan diversas normas de rango legal, la más conocida de ellas la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. También derogan un buen número de reglamentos y, asimismo, modifican innumerables normas de diversa índole, con el consustancial revuelo que todo cambio de este calado provoca, especialmente para quienes habitualmente solemos aplicar tales normas.

No es objeto de la presente columna enumerar cada una de las diferentes novedades que se contienen en dicha reforma. Sí querría destacar, sin embargo, algunos elementos que, en mi opinión, permiten constatar el importante esfuerzo que el legislador ha hecho en este ámbito del derecho administrativo, para adaptarse a las exigencias que la sociedad de nuestro tiempo viene demandando. Me refiero, por una parte, a la decidida apuesta de estas nuevas leyes para que las relaciones de las diferentes Administraciones Públicas con los ciudadanos -y también de éstas entre sí-, sean más ágiles, modernas y participativas. Así vemos cómo se flexibilizan los procedimientos administrativos, simplificándose su tramitación en todos aquellos supuestos en que así sea posible. Asimismo, se dan unas directrices claras para poner efectivamente en práctica la llamada «Administración electrónica”. De este modo, se potencia el uso de medios electrónicos en todas las fases de las actuaciones administrativas, desde la identificación y representación de los intervinientes hasta la preferencia por la notificación electrónica, pasando por la necesidad de que las Administraciones dispongan de un registro electrónico, o de que los expedientes estén en formato electrónico. Es igualmente relevante la importancia que ahora se le da a la participación ciudadana en la elaboración de leyes y reglamentos. A partir de ahora, por regla general, podremos opinar sobre tales normas, incluso con carácter previo a dicha elaboración. En este ámbito dela elaboración de normas, se introducen los llamados «principios de buena regulación” (necesidad, eficacia, proporcionalidad, seguridad jurídica, transparencia y eficiencia) orientados a mejorar la calidad de las normas promulgadas. Algo que sin duda es de perogrullo pero que en muchas ocasiones se olvida.
Por otra parte, llama la atención cómo se refuerzan los mecanismos de supervisión y control de la actividad llevada a cabo por los distintos entes que integran el sector público, con el ánimo de evitar que se repitan las deleznables situaciones del pasado por todos conocidas. De este modo, todas las Administraciones Públicas deberán ahora elaborar unos sistemas de supervisión continua de sus entidades dependientes, a fin de comprobar la subsistencia de los motivos que justificaron su creación y su sostenibilidad financiera. También elaborarán unos planes de actuación que les permitan evaluar periódicamente que dichos entes cumplen sus objetivos y el adecuado uso de los recursos a ellos asignados.

De todos depende -y muy en especial de nuestros poderes públicos- que esta reforma no caiga en saco roto. Veremos cómo se pone en práctica, cómo se implementa el desarrollo normativo que se precisa para su plena efectividad y, lo que es más importante, cómo todo ello se hace cumplir. Esperemos que la actual incertidumbre política pronto se despeje y pueda culminarse lo que a todas luces -cuando menos sobre el papel-es un buen comienzo.

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