Los tribunales empiezan por fin a mojarse

Juan Suárez

EL GLOBAL

En artículos anteriores hemos abordado el problema del encaje del derecho a la protección de la salud individual en el contexto del derecho que con carácter general reconoce el art. 43 de la CE y de la obligación de los poderes públicos de tutelar la Salud Pública.

Nos referimos entonces al papel trascendental del auto del Constitucional de 2013, en el que se reconoce sin ambages que, si bien la contención del gasto farmacéutico es un objetivo a perseguir por el SNS, ello no obsta a que el derecho consagrado en la constitución tenga asimismo una proyección individual en el ciudadano en tanto que receptor de las prestaciones sanitarias.

En otras palabras, la salvaguarda de la sostenibilidad del sistema no debe prevalecer sobre la protección de la salud individual a través de las prestaciones a las que nos hace acreedor nuestro ordenamiento. Justo es reconocer que no es sencillo el equilibrio entre ambos intereses.

La crisis, que con tanta dureza nos ha golpeado, ha puesto de manifiesto que nuestro sistema sanitario público quizás está sobredimensionado, y que puede no resultar sostenible incluso a corto plazo por muchas transferencias que se efectúen. Un problema endiablado, pero que no puede servir de coartada para que los gestores del sistema, a diferentes niveles, se sientan avalados para saltarse la ley y hacer papel mojado de los derechos del ciudadano.

El problema no es nuevo, y ya fue expuesto con claridad a principios de los noventa por el informe Abril. Pero como suele ocurrir en debates sensibles, la única respuesta de la que han sido capaces unos y otros ha sido barrerlo bajo la alfombra, y que arree el infortunado al timón cuando nos alcance la quiebra. Todo un ejercicio de responsabilidad política.

Y es aquí, precisamente, donde la ratio última del sistema de división de poderes, en la que debe descansar todo Estado de Derecho que se precie, alcanza y manifiesta su verdadera dimensión en cuanto trinchera última de los derechos y libertades individuales frente a la maquinaria del poder que, de no mediar contrapoderes que lo impidan, podría laminarlos con asombrosa facilidad. Debo reconocer que he sido muy crítico con el acomplejamiento con el que el poder judicial se ha enfrentado a auténticas tropelías que, en nombre de la sostenibilidad y el interés público, no eran sino fáciles salidas al problema presupuestario a costa de los pacientes. Para mí, no obstante, resulta evidente que estamos ante un punto de inflexión.

Tras el auto del Tribunal Constitucional, resulta cada vez más obvio que algo está cambiando, y que estamos pasando de una época en las que el mayor reproche que cabía esperar era que se reconociese el derecho del paciente al reembolso del tratamiento que había tenido que pagar de su bolsillo, a sentencias mucho más severas, en las que se condena sin paliativos las equivalencias terapéuticas que en aras del ahorro se han pretendido imponer en determinadas regiones, o, incluso, en nuestro sistema penitenciario.

La última decisión de imputar a determinados cargos públicos por negar un tratamiento incluido en la prestación farmacéutica es quizás la más llamativa. Un tema sensible y que conviene abordar con mucha prudencia, pero todo un aviso para navegantes. Algo está cambiando en el orden jurisdiccional. Y, al menos en mi humilde opinión, para bien de todos.

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